Me alejé del ajedrez porque siempre he sido débil. El ajedrez me daba todo lo que se puede obtener del alcohol y de otras drogas. Hubiera muerto de hambre por jugar, hubiera airado a todos con mi obsesión, hubiera dado mucho por mirar y mirar simultáneas, por mirar y mirar problemas, y sin embargo, con mi empeño continuo hubiera caído en la más honda depresión porque no tengo talento. Es imposible que me aprenda las aperturas para estar al nivel de un buen jugador. Ni siquiera recuerdo los nombres de los personajes de una novela. Sólo los principales: Alonso Quijano, Bovary, Celestina, Pedro Páramo.
Hoy vi en Balderas a los viejos malandros que apuestan, silenciosos y rodeados de mirones que, para la fortuna de todos, también permanecen callados. Las mesas eran idénticas a las de una cafetería donde pasé mucho tiempo jugando, las luces también; incluso las lonas. Eso fue la felicidad unos años. No necesitaba otra cosa. Todos los juegos eran importantes, y me sentía poderoso jugando porque a pesar de la importancia tiraba como loco, tiraba sin pensar mucho, tenía el placer de mandarlo todo al carajo. Empecé a beber porque aunque mis vivencias no me parecían muy importantes, ni mi vida, todos los pasos los daba cuidadosamente, siempre con el miedo de que el más mínimo susurro podía desatar una tormenta. Cuando estaba borracho, la vida me parecía como el tablero, importante y arriesgada, sencilla, fácil de cambiar y de mandar al carajo.
Ahora ya no. Ahora todo me parece importante, y no quiero ni me da la gana mandar nada al carajo. Ahora no necesito sentir el poder de joderlo todo y seguir caminando tranquilamente para poder sentir que estoy vivo. Ahora puedo jugar al ajedrez como si fuera un juego y beber sin que sea importante para mí. Supongo que me he hecho viejo.