lunes, junio 5

La Mujer Maravilla conoce el Viejo Mundo




Aunque conocemos la historia de Pocahontas, poco atendemos los viajes de los americanos a Europa después de que el Viejo Mundo descubrió al Nuevo. Y americanos acudieron a las cortes a presentar demandas, a establecer acuerdos diplomáticos, a hacer cumplir la ley europea que los propios europeos no respetaban. Todavía a finales del siglo XIX y a principios del XX hay singulares noticias de esta presencia indígena americana en el otro lado del Atlántico, ya porque se le seguía vendiendo como novedad, como espectáculo, muchas veces en espacios similares a los zoológicos, o ya por voluntad propia, como ilustra el caso de dos yaquis que tras la Revolución mexicana viajaron a Europa para unirse a la legión extranjera, y que sirvieron como mercenarios en batallas desarrolladas en el Norte de África.

En ese espacio de cuatrocientos años y pico los europeos siempre esperaron deslumbrar a los indígenas, sobre todo a los no sincretizados por la vida colonial, y en la mayoría de los intentos salieron mal parados. En primer lugar, porque los reyes europeos les parecieron indignos a los embajadores diplomáticos de los pueblos americanos libres: no peleaban ellos mismos sus guerras, estaban siempre rodeados de guardias: eran débiles para ser dirigentes. En segundo lugar, porque la organización social europea daba cabida a males como la mendicidad. En tercer lugar, porque intuyeron que la policía servía no para mantener el orden, sino para obligar a la gente a trabajar, y porque no se veía un interés de la gente por conseguir su propio sustento. Además de al campo legal, hubo una aproximación de estos americanos a la filosofía europea, aunque fue tan poco frecuente como entre los propios habitantes del Viejo Mundo.

Diana la Cazadioses, amazona, traída a Londres de un mundo más viejo que el Viejo, hace estos mismos reclamos a la sociedad europea que encuentra. Sólo un helado consigue impresionarla, mientras la decepcionan todos los otros aspectos de la vida occidental, con sus aburridos bailecitos en los cafés y nada más qué hacer cuando no hay guerra que casarse, tener hijos y trabajar. Un indígena americano que comercia con una guerra sin importancia para él encuentra afinidad inmediata con Diana, y se convence de pelear a su lado, no por otra razón que por la convergencia entre sus ideas. Así, en un mundo decadente en el que la literatura de calidad no vigila los pasos de los guerreros, sino los tambaleos de los borrachos que disparan desde lejos, la épica revive sólo en el choque entre un mundo moderno y otro aún desconectado del progreso, de la línea civilizatoria cuyo origen reclaman los gringos en el mundo clásico, aunque en lo individual y en lo social haya diferencias tan grandes, tan rajadas por el tiempo, que dan pena.

La épica en la modernidad, señores y señoras, sólo vive en los personajes de los cómics, de las películas de fantasía: está atrapada en las caricaturas. La épica quiere que el origen de los males sea uno, para combatir con él cuerpo a cuerpo, pero la decadencia nos enseña que el origen de los males es compartido, multiplicado, general. La épica sale entonces del escenario herida. Y no se nos ha muerto todavía, aunque la humanidad entera esté decepcionada de sí misma.