miércoles, junio 6

macusa


Macusa se bebió toda el agua que había en el vaso. Luego, tomó su maleta y salió de la casa. Cuando Pablo regresó, no encontró nada en el refri. La despensa tampoco estaba en la alacena. No había qué comer. El departamento sería desalojado en un par de días. Los amigos estaban lejos, y ni un vaso de whisky podía conseguirse.

Pablo arrojó su chamarra hacia el sillón y quiso prender el último cigarro, pero el encendedor falló. Entonces, las lágrimas le llegaron a los ojos. Se detuvieron antes de salir. Se quedaron allí, pesadas, jalando consigo todas las entrañas. Primero se desprendió el corazón, luego los pulmones, el hígado, las tripas. Sólo quedaron las glándulas suprarrenales.

Sin cerebro, deambuló guiado por las secreciones hormonales que todavía conservaba. Caían sobre la funda que era su piel, y conseguían moverla. Los espectaculares lo confundían. La luces de los bares, la gente. Todo era piezas de un rompecabezas. Todo, hasta los papeles que aseguraban deudas.

Tres de la mañana. Sin novedades. Han pasado 9 horas desde que Macusa llegó a la terminal de autobuses del norte. Quiere irse, pero no sabe qué destino. Debe ser un lugar lejano y barato. Tan barato como para costar un máximo de $400. Todo está calculado, todo.

Descubre que hay descuentos en el aeropuerto. Puede llegar a Chiapas con $350, decide esperar el metro e irse al aeropuerto.

8 de la mañana. Pablo está en un cerro, destripado. Mira el cielo, y no hay nada. De pronto, un pájaro metálico brilla, reluce, le enciende el cigarro que no ha podido prender. Ah, Macusa, siempre supiste darme ánimos.