Con este asunto, traigo puesta mi camisa de once varas. Y me da curiosidad, pero no la suficiente como para corroborar eso de las once varas. He crecido en una generación que varias veces ha visto la moda de usar ropa muchas tallas más grande, así que quizá la frase está fuera de lugar para un fenómeno tan común en estos tiempos.
El asunto es que hay montones de fans de Batman, muy dedicados y muy cultos, que se han entregado a la tarea de hacer lecturas detenidas y cuidadosas, y yo una sola vez toqué una historieta que alguien me regaló. Sí, vi repetidamente las películas de Burton en mis primeros años. Sí, la Poison Ivy de las series animadas que produjo Warner Brothers me entretuvo la actitud precoz que experimenté en los tiempos verdes de mi prepubertad. Pero no contribuí con la industria editorial de los cómics, como la mayoría de mis amigos.
El otro inconveniente es que la gente, luego de entretenerse con mis elucubraciones sobre alguna película, me dice que sobreinterpreto. Y puede que tengan razón, porque a lo mejor mi rabia contra el desperdicio, contra dejar algo de comida en los platos, contra la sensación de haber perdido tiempo o dinero en una película o en un libro me lleva siempre a exagerar mi papel como lector. Tengo derecho, la lectura completa el ejercicio literario, y casi siempre descarto interpretaciones que no se sostienen con suficientes elementos de una obra: ustedes no lo saben porque no hablo de lo que tiro a la basura. Pero no voy a defender mi posición como consumidor de entretenimiento. En mi cabeza me gobierno yo.
El caso es que ayer, luego de mucho, mucho tiempo, vi por fin la tercera parte de la trilogía que Nolan se aventó sobre Batman. Y me reventó la cabeza. Porque a pesar de que el Joker de la segunda entrega me cautivó, sobre todo por el interés que me despiertan los anarquistas de la transición entre los siglos XIX y XX, no esperaba que el cierre me llevara a pensar que no había visto el cuento completo, que el director de Interestelar e Inception es un verdadero cabrón (más cabrón que lo cabrón que yo lo había imaginado).
¿Y por qué no? ¿Por qué el resultado de una lectura conjunta, conversada, hiperñoña de unos hermanos frikis no iba a reflejar una versión tan fregona (apelo a mi juicio) de este personaje? ¿Por qué iba yo a estar pirado? Después de todo no soy el único que ve la anarquía en el Joker de Nolan, su contraposición con el poderoso orden burgués de Wayne (un villano más), ni el horror de éste y su sirviente ante la historia de un ladrón que les da las joyas que roba a los niños para que jueguen con ellas (temor que se justifica en un sistema que debe considerar a la corrupción como una herramienta indispensable para la marcha de la maquinaria).
¿Por qué, por ejemplo, la primera película no podría tener una correspondencia con la Revolución francesa? La muerte de la nobleza, los padres de Wayne, despierta ese lloriqueo consecuente por el pasado. El oscuro romanticismo y los murciélagos, las cuevas, el rescate del corpus legendario... ¿me explico? Y la sed tan grande, tan exagerada, tan racional de una justicia que produce monstruos como Robespierre o Ra's a Ghul. El liberalismo, Wayne, es estudiante de aquellos monstruos de los que prefiere independizarse. Enfrenta su miedo (¿a la corrupción?), potenciado por Crane , y lo asume como herramienta para la supervivencia.
De la segunda parte, ya a finales decimonónicos, no debo hablar mucho. El anarcosindicalismo se fortalece, el anarquista siembra el terrorismo para evidenciar la fragilidad incoherente del orden imperante (y para hacer justicia, pero ese asunto es secundario), mina la autoridad. No necesita mucho dinero, sólo el suficiente para pólvora o combustibles... y la única manera de enfrentarlo es aceptar la incoherencia interna, la corrupción, e incluso como herramienta el fascismo, ese monstruo peligroso que al final termina siendo Harvey Dent y que en la realidad será chivo expiatorio ya entrado el siglo XX: pretexto para el endurecimiento de la ley que protege el orden y la "libertad".
Pero la tercera parte, esa tercera parte de todo el siglo XX, con la paranoia atómica, el rechazo a los refugiados que escapan de islas y la vuelta del sueño de una justicia que lo barre todo porque es también alumna directa de la Revolución francesa pero hija de aquel Robespierre implacable del Terror, esa tercera parte es tan grande como la pugna del comunismo contra el liberalismo. La mansión saqueada de los Wayne y el castillo desierto del zar luego de la Revolución de octubre, levantada sobre la evidencia de la corrupción que ha mantenido el orden de la ciudad, son ya una sola. ¿Y los juicios donde lo único pendiente es la condena? Es la metáfora completa de ese mal que se justifica en la lucha por un bien mayor. Tiene sus simpatizantes, por ejemplo, una mujer heredera del ideal anarquista como Selina. Pero tienen que horrorizarse ante el régimen de la justicia severa, que no puede o no quiere notar en sus métodos una inmoralidad quizá mayor a la de la corrupción aceptada por el régimen liberal.
Vi más cosas, pero no las cuento ya para no robarle su ejercicio lector al curioso que quiera ver de nuevo la trilogía de la historia del liberalismo y sus antagonistas. Dejo aquí los puntos suspensivos para esos otros lectores, ellos sí dedicados y quizá más autorizados que yo en la labor de escudriñar este asunto.