lunes, mayo 8

Sobre la libertad de expresión en la era de Internet, II


¿Creíanse que ya me había olvidado de este asunto? Pues no. Fui al monte a meditar sobre lo siguiente que sería pertinente discutir. Y me pareció de mucha importancia hablar primero sobre la libertad a secas, sin entrar en los términos de la manifestación de ideas.

La libertad no es un acuerdo, no es una designación legal, no es un reconocimiento social: es un fenómeno puramente individual, aunque el individuo responda a medios sociales, externos o biológicos. La libertad es producto de la capacidad que se tiene para decidir a partir de una ponderación de los efectos de todas las opciones posibles ante una situación determinada. En ese sentido, se es más libre mientras más precisas son las predicciones que uno puede hacer, factor que asimismo multiplica las opciones. Así, entre razón y libertad, o entre conocimiento y libertad, hay una relación directa y clara. Y si las predicciones determinan la elección, luego también se entiende que toda acción implicada en un proceso de libertad conlleva una valoración de las consecuencias. Llamamos responsabilidad a esta valoración, que liga intelectualmente el acto con sus efectos.

Tendemos a comprender el razonamiento como una capacidad con la que se nace (aunque no se nace con el lenguaje). Le tenemos tanta consideración en nuestra autodefinición, que lo matizamos para referirlo de diversas maneras según convenga: conciencia, voluntad, inteligencia, autonomía y singularidad (término recientemente adoptado por la ciencia ficción) son todos conceptos diferentes referidos a una misma cosa: la potencia de la libertad, su parte pasiva, la que ocurre en la mente humana y que alimenta todas las especulaciones sobre la espiritualidad. Su dirección, como ya quedó anotado, está a cargo de lo aprendido.

Detengámonos aquí en un asunto de suma importancia para defender el concepto de libertad, cuestionado últimamente por posturas deterministas. Como lo aprendido es producto no sólo de las operaciones neurológicas que ocurran en el cerebro del individuo, sino además del medio en el que éste se desenvuelve, valdría la pena dudar sobre el grado en que la evaluación que precede a una decisión es producto de la voluntad (otra palabra referida a la potencia de la libertad) de un ser cuya fisiología y cuyo entorno se gestaron fuera de su individualidad, aunque sí en su entorno corporal y en su esfera social. Es posible, así, cuestionar esta parte pasiva de la libertad, pues si los factores que intervienen en esta operación no tienen un origen controlado por la voluntad, enfrentamos el terror de que el resultado sea probablemente sólo el efecto inevitable de un montón de causas, y no la designación precisa de una entidad independiente.

Pero ¿no este temor se deriva de una concepción profundamente individualista de las distintas formas de la parte pasiva de la libertad? ¿No semejante idea es un laberinto recursivo? Pues, al preguntarnos de qué depende la voluntad y respondernos que de la conciencia, y al afirmar luego que ésta a su vez es producto de la inteligencia, y la última de la autonomía, ordenamos al azar los términos que previamente he señalado como referidos todos a la potencia de la libertad, de modo que esta torre de naipes debe conformarse con existir sólo en una cápsula estéril y aislada en la que se hacen creaciones a diestra y siniestra según se idea y se formula. Es decir, definimos la libertad como una utopía imposible en la que toda percepción y toda respuesta y la voluntad misma derivan de la propia voluntad, lo que nos acerca a usurpar el lugar de un dios que quizá hemos inventado (si esto es posible) y a actuar como locos desconectados de la realidad. Dios hijo, hijo de dios padre, engendrado por dios espíritu santo, todos el mismo. ¿Sorprende que, luego de definir la libertad de modo tan onanista, nos asuste que otros nos estén mirando? Conformémonos con definirla como la operación de los factores externos y los internos (incluida la continuidad de consecuencias anteriores que ahora volvemos a llamar efectos, con todas sus consecuencias); conformémonos con saber que hemos inventado, por ejemplo, a dios; que experimentamos y que la medida en la que experimentamos con la experiencia agudiza nuestra conciencia; conformémonos con saber que la conciencia es un hecho más empírico incluso que los otros hechos empíricos y experimentables que hemos dado en llamar investigación científica, porque nos permite percibirlos. ¿No basta con experimentar esa operación continua que llamamos conciencia para dejar de llorar porque los hechos que la ponen a trabajar no dependen de ella? Este lloriqueo se parece al llanto diario y en todas las horas por haber descubierto que el espíritu depende de un cuerpo y no es inmortal.

Prosigamos, ahora, con lo que es ya más corto. Si se es humano, se nace libre. Quizá también se nace libre si se es tigre, porque los tigres también aprenden, pero el ser humano ha estructurado su aprendizaje gracias a un lenguaje articulado; el ser humano se ha organizado en comunidades para protegerse de la naturaleza; el ser humano ha transformado su medio a partir de la influencia del propio medio y de la consideración de sus propias necesidades. Luego, el ser humano ha calculado, tiene más posibilidades que el tigre para aprender y tomar nuevas decisiones. El ser humano es entonces más libre que el tigre. Hay quienes aún dudan y afirman que el tigre es más libre, porque no se preocupa por las consecuencias y actúa. ¡Error! El tigre ha aprendido también a enfrentar algunas consecuencias. Un tigre expulsado de su territorio por otro no regresa, no corre el riesgo de morir. El ser humano calcula más consecuencias y por lo tanto observa más posibilidades: luego es más libre. La responsabilidad lo hace más libre. La razón lo hace sentirse diferenciado del tigre. Es la razón, esa parte pasiva de la libertad que podemos confundir fácilmente con términos como voluntad, la que permite al ser humano distinguirse orgullosamente (onanistamente) del resto de los animales. Por eso, el ser humano ha querido exagerar y encerrar su conciencia en un medio esterilizado, como si libertad y soledad fueran la misma cosa.

La libertad con la que nace el ser humano no es, pues, un reconocimiento que le dan otros seres humanos. Es el crecimiento fractal cuyas repeticiones son la continuidad y la memoria del resultado anterior, en tanto no puede aislarse de la conciencia. Un ser humano puede aprender el lenguaje creado en comunidad y luego negar a la comunidad sin que ésta pueda impedírselo. Y la dicha comunidad puede castigarlo, puede sancionarlo, puede crear un código penal, pero sólo puede convencerlo para aceptar las reglas si el individuo recibe algo a cambio: protección contra la violenta existencia en la naturaleza, por ejemplo. Si el individuo siente que las reglas que sigue no son prácticas para su existencia, si además cree que la impunidad es general, es capaz de actuar por su cuenta, y en ambos casos (el de seguir las reglas o el de no obedecerlas) ejerce su libertad sin que nadie se la haya reconocido, aunque los conocimientos que la rigen hayan provenido del medio social. La sociedad, creada para hacer frente al violento medio natural de persecuciones y cacerías, de hambre, tiene reglas a su vez para protegerse del caos que habría si todos los hombres actuaran sólo según la libertad que nadie les dio ni nadie tuvo que reconocerles. Y los seres humanos, a cambio de seguridad y para protegerse, adaptan su libertad a las condiciones que en sociedad se acuerden. No basta con nacer en una jurisdicción para estar sometido a sus reglas: la jurisdicción tiene que convencerlo a uno de que es conveniente seguir sus normas si desea estabilidad política. Así, la libertad no es un derecho en tanto no nace del acuerdo, pero la libre manifestación de ideas sí, como veremos en el siguiente apartado.