tengo en esta silla y no hay baños por aquí. pero ya encontraré uno.
hace un rato, un par de niños intentaba jugar con sus monitos de plástico en el metro. nunca se habían visto, y sus madres entorpecieron la horrorosa y sangrienta pelea entre el sádico duende verde y el ágil felino tigger. entonces, me llenó la culpa por cierto incidente que nunca he contado como debe contarse.
he referido ya muchas veces la anécdota del futuro científico que no quería que, al crecer, su novia muriera en la explosión provocada por un accidente químico en un laboratorio, y todos los que la escuchan quedan admirados por la ingenuidad que un niño de primer año de primaria puede tener. pero lo cierto es que la razón por la que dejé a nayelli fue otra.
cuando teníamos entre 6 y 7 años, descubrimos la preciosa humedad de los besos sobre la piel juntos: ella y yo nos sentábamos hasta atrás y, si la maestra se distraía, nos llenábamos la cara, los brazos y el cuello de besos (ya en el bachillerato nunca me pude explicar que aline se riera de mí por la torpeza de mi lengua y la cobardía de mis manos).
en segundo año, a nayelli y a mí nos sentaron en grupos diferentes, y nos veíamos un rato afuera de la escuela (a su madre le parecía todo muy enternecedor; muchos años después me enteré de que no la dejaba salir más a la calle por miedo a que conociera los placeres dermifalovaginales). marchaon bien las cosas hasta que cierto día fatal me senté junto a una niña que me gustaba. observé su rostro un rato, y cuando casi terminaba la clase, le di unos besos en los brazos que, casi estoy convencido, por su risita tímida, le gustaron. me quedé tan atónito por el efecto, que a nallely le expuse en el recreo del día siguiente mi temor a su murte en una explosión provocada por mi incompetencia profesional cuando fuera científico.
nayelli se lo tomó muy mal. insistió, lloró, y cuando todo hubo terminado, se empeñó en perseguirme. recuerdo que me gustaba pasar frente a la puerta de su salón porque había organizado a las niñas de su grupo para que me jalaran y me metieran a la fuerza, y yo hacía como que me resistía.
de la otra niña no recuerdo su nombre, creo que nunca me atreví a pedirle que anduviera conmigo. y así es: desde niño soy un imbécil.