sábado, mayo 12

Verbo mata carita


No había lugares. Una señora y su corpulento hijo robot me miraban con rabia desde arriba. Incluso la niña de 12 años que estaba sentada frente a mí tenía esa maldita expresión inquisidora preparada para el hombre no caballeroso. Las carnes de la señora eran muchas, o mucha la grasa, pero sus piernas eran fuertes, y podían soportar, por lo menos, doscientas veces su peso (Joaquín lo habría demostrado con un sencillo cálculo matemático). Pensé un rato. ¿Obraba mal? ¿Era yo un parásito de las masas? ¿Tenía el valor, o me valía? [© Copyright Televisa, S.A. de C.V., todos los derechos reservados.]
Decidí no ceder mi lugar. Bueno, en realidad, desde el principio de los tiempos esa decisión ya había sido tomada por un ente superior e incrustada arbiraria e injustamente en mi destino mortal. El metro alcanzó otra estación, y llegaron más señoras ansiosas de encontrar muchachos fuertes y dispuestos. La temperatura aumentó como cinco grados más, y, en la cajita de acrílico, las barras de chocolate de una vieja ambulante que se había quedado dormida comenzaron a derretirse. Todos sudábamos, pero la señora del hijo mamado sudaba más. Causaba lástima escucharla respirar tan trabajosamente. Preferí, entonces, mirar otra cosa, la que fuera, con tal de que el sonido de aquella inmensa bola humana se me desvaneciera de la conciencia. La tira de estaciones me pareció interesante: ¿sabían que Allende está a la mitad del recorrido total de la línea 2?
Y entonces, sucedió. La niña de 12 años hizo una admirable demostración de urbanidad frente a todos. La mamá del terminator aplastó las nalgas en el mínimo espacio que ahora poseía para conseguir su sagrado descanso. Muchos me miraron, como para ponerme en evidencia y dejarme en ridículo. El hijo robot admiraba sus músculos en el reflejo de la ventana. Yo sentí una curiosidad irresistible de saber cuántas estaciones había entre Allende y San Cosme, y conté…, pero mi orgullo cívico había sido herido, y no lo recuperaría en mucho tiempo.
La señora gorda colocó su bolsa entre las piernas, con la intención de empollar huevos. Había también varias lechugas y ramitas de epazote, jitomates, una revista de TV y novelas, elotes, como tres kilos de retazo y juraría que, debajo de todo eso, un gran miembro púrpura de plástico. Alguien leía en voz alta, una chica con anteojos de grueso armazón morado. El timbre y el tono de su voz de efeméride de lunes en las primarias me arrullaron un poco, pero no me venció el sueño. Dos mujeres maduras me miraron y se dijeron algo al oído, parece que yo era un monstruo.
Casi poseedoras de una fórmula mágica, las otras señoras también comenzaron a sudar. Se tambaleaban como si fueran a desmayarse. Yo era el único hombre sentado en todo el convoy, y temía por mi seguridad. Necesitaba un factor sorpresa, algo que distrajera la atención de la turba. Y entonces, por fin, el agente de ventas de una firma discográfica pirata entró con su música a todo volumen. Sonaba:

¿Por qué se fue? ¿Por qué murió?
¿Por qué el señor se la llevó?
Se ha ido al cielo, y para poder ir yo
Debo también ser bueno, para estar con mi amor.


Hipnotizados, víctimas de largas y sesudas reflexiones melancólicas, todos los pasajeros permanecimos callados. No podíamos creer en la existencia de un señor tan malo. Un señor capitalista que asesinaba cruelmente a sus personajes para crear jóvenes buenos, que manejaran con precaución y a menos de cien. Bueno, no sé qué es lo que estaba pensando el robot, pero, a punto de llorar, suspiró tan amargamente, que más de una señora estuvo a punto de socorrerlo y abrazarlo.
Pasamos más de cinco estaciones. Llegamos a Hidalgo (dirección Cuatro Caminos). Ya muchas señoras habían perdido su volumen natural, y el piso estaba lleno de charcos salados. Parecía que el lago de Texcoco iba a resurgir. Cuando los lugares se desocuparon, la señoras se arrojaron con entusiasmo a los relucientes asientos vacíos. En el caos, una me aplastó la pierna derecha. Ninguna de ellas se quedó parada, incluso había sobrado un asiento, junto a la gorda del terminator. La niña de 12 años vio su oportunidad y quiso sentarse, pero la gorda se le adelantó con la bolsa del probable gran miembro, y gritó:
—¡Jaimito, ven, siéntate!
Jaimito se sentó. Luego, limpióse un hilo de baba que partía de su boca. Nadie miró a la señora. Nadie se dijo nada al oído. No quiero emitir juicios, no quiero sonar como uno de esos beatos que escriben libros de superación personal. Yo prefiero la acción. Me daba lástima la niña que se había quedado sin lugar, era mi oportunidad. Iba a… cuando de pronto, salida de la nada, en Revolución abordó una morenota bien formada. Su sonrisa me…, y su cabello tenía…, y sus piernas, ¡sus piernas!
—¿Quieres sentarte?
—Sí, gracias.
Y así fue como todos salimos ganando, menos la niña. No dejo de preguntarme, un poco asustado: ¿qué habría hecho el imbécil de Joaquín?