jueves, mayo 10

arrastro los pies


Acabo de regresar al De Efe. Cuatro días en Santiago de Querétaro me han hecho extrañar la porquería y el escándalo; allá mis compañeros de viaje tal vez estén borrachos todavía en el hotel.
Compartí el camión con unas norteñas que venían en busca del aeropuerto. Me ofrecí para guiarlas de autobuses del norte a terminal aérea; los sábados, el servicio en el metro está suspendido desde politécnico hasta consulado. Una de ellas tenía gripa y tosió durante todo el trayecto, por lo que fui incapaz de dormir. El imbécil del asiento de adelante tampoco podía dormir, y se convulsionaba como para que advirtiéramos su existencia; siendo los asientos reclinables, me golpeó dos veces las rodillas, pero no me quedaban energías para una justa venganza.
Las muchachas me contaron que debían justificar sus gastos con facturas, que tendrían un serio problema en la Universidad si no llegaban con los papelitos llenos de números. Yo les dije que acá había una tal plaza de Santo Domingo en donde eso se podía conseguir con mucha facilidad. En blanco, para que escribieran lo necesario. Se alegraron. La de la tos me escribió su dirección en una tarjetita. Queremos conocer México. Y por qué no se quedan un día y cambian su boleto. Tenemos feria, pero La Susa tiene cosas que hacer por allá. Cuando a las ocho y media de la mañana despedí a las viajeras, me di cuenta de que Ciudad Juárez estaba todavía muy lejos. El avión saldría hasta la una. Aún no podían sonreír tranquilas como yo en mi casa.
Abordé el metro. De pantitlán a chabacano soñé que me transformaba en un ente invisible. Miraba sin ser mirado, y decía de las cosas lo que me daba la gana. Así ha de sentirse la posesión de una verdad absoluta.
No sé por qué circunstancias mágicas uno despierta justo cuando está próximo de donde va. Pocas son las veces en las que el sentido que une el fin del sueño con la cercanía del destino no funciona. Cargué mi mochila y salí. El transborde fue un poco difícil, había mucha gente y más gordos que los acostumbrados. Los gordos son peligrosos porque tienen una dignidad enorme, y sienten invadido su espacio íntimo con mucha facilidad. Caminé cauteloso, y a pesar del cansancio, no perdí la firmeza. Ningún gordo se sintió ofendido con mi marcha. Rebasé a tres ancianas en las escaleras eléctricas, y llegué por fin a mi querida línea 2. Ahora sólo falta el recorrido chabacano - cuatro caminos y una combi de 5 pesos.
Y estoy detenido. Me resisto a entrar en el vagón. Digo, mi familia es estupenda, muero por dormir, el hambre me provoca alucinaciones y el dinero agoniza, pero tengo la sensación de que algo se me cayó en el camino. Y no es que quiera recuperar lo que sea que por allí se haya quedado, o que tenga ganas de un sustituto. Los motivos que poseo para regresar no me parecen suficientes, sencillamente. Me siento por completo libre.
Pero qué estupidez. No trabajo, no tengo nada que pueda venderse. La guitarra, me hubiera traído la guitarra…, pero qué pendejada. «Imbécil», pienso, y me doy cuenta de que en mi cabeza ya estaba la palabra antes de la consciencia. Así, lo de imbécil me aparece como un eco: «imbécil IMBECIL. Pensé imbécil PENSÉ QUE PENSABA IMBÉCIL», etcétera.
Suelo perder el tiempo cuando llega el momento decisivo. Me pregunto cuántos pasajeros se quedarán en el viaje: cuántos en esta estación, cuántos en todo el metro, cuántos en las terminales de autobuses. Porque es absurdo que yo sea el único, que en la sala A del aeropuerto no se le ocurra por lo menos a uno, o que en Ciudad Juárez no haya dos o tres ex residentes de Orizaba que no tenían intenciones de quedarse cuando llegaron de vacaciones a Chihuahua. Y será todo este monólogo una bomba o será el discurso del primero de diciembre de algún alto funcionario, porque puede que tenga mucho sueño y mucha hambre, y que la cabeza no me ande funcionando bien, o puede que no tenga miedo ya del hambre ni del sueño, y que la necesidad del hogar se me haya borrado para siempre. Extrañar a mis hermanas y a mi madre: es posible, pero que no llegue hoy no significa que dejaré de verlas. La preocupación principal es el sustento, con toda seguridad.
Patricia desapareció hace 5 meses. Se largó a Estados Unidos, y quién asegura que no la motivó lo mismo que ahora me impide abordar el convoy. Será esa la razón de que no ahorre algún dinero yo para irme también a Nueva York: le echaría todo a perder. He sido injusto con ella entonces, me doy cuenta, pero todavía estoy molesto. Quién sabe quién lo equilibre todo si me marcho hoy mismo. No te enojes conmigo, fulano.
Es posible que en mucho tiempo no sonría tranquilo en mi casa más, quizá porque estaré inquieto, o tal vez porque no me será tan fácil recuperar lo sedentario. Ojalá fuera gordo, y contuviera en la barriga esa gigantesca seguridad que nunca le he visto a un flaco. Es mentira que la obesidad provoque «autoestima baja». Ah, Patricia, cuánto me costó entenderte. Yo, siempre tan necio, pero si tú tampoco eras gorda.
Dicen que todos los días por lo menos uno se tira a las vías del metro. Los encargados de limpieza ponen luego cal sobre las manchas de sangre que no limpian bien. Los suicidas lo dejan todo a la suerte. La nada o la eternidad, la nada o la eternidad: ése es un volado y no mamadas. Yo nunca he visto un suicida, ni siquiera he visto un muerto, pero conozco a un par que sí. Y no es justamente el par al que puede creérsele; sin embargo, de todas formas me acuerdo muy bien del tono de la sangre y de los ojos desorbitados que ellos cuentan haber visto. Qué huevos.
Una vez estaba borracho y dejó de importarme la moral. Me sentía como Nick Belane. Estaba en una fiesta; había un tipo allí que estudiaba administración. Trató de iniciar una conversación conmigo, y yo le conté que al carajo con la ingeniería un par de meses atrás y que ahora me había metido en letras hispánicas. Me miró desde diez centímetros más arriba. Es que eso es para idealistas soñadores románticos: no ves claro. Por supuesto que no veo claro, estúpido borracho. Chinga tu madre y que chinguen a su madre todos los putos administradores. A la verga. Evidentemente, el tipo se sintió ofendido. Su honra estaba en peligro. Si se hubiera tratado de un Andrés Caballero, el estoque saltaba de inmediato a la mano. Por fortuna, lo que yo tenía en frente era un cobarde charlatán que mostraba el puño para presumir manos perfectas. Nunca me he peleado, y nunca he trabajado en una fábrica, pero qué acto más ridículo acabo de presenciar. El país del apantalle. Ahora necesito mi cabeza en donde la tenía cuando abandoné el politécnico y cuando insulté al imbécil de la cabeza clara.
(Entro en el metro.) La gente, todo este barullo. Es el De Efe. Me parecía imposible que se le pudiera perder la novia a uno en balderas. Ahora que conozco Santiago de Querétaro y la inseguridad de los que ven por vez primera la Ciudad de México, sé que es posible. La bola de gente es más peligrosa que la bola de dignidad de un gordo. Sería bueno descansar de todo esto durante un tiempo. Trabajar en una maquiladora. Volver renovado y apreciar la Ciudad con otros ojos.
(Zócalo: dinero suficiente para dos tacos y las facturas; sobran treinta pesos.) Y todas estas fotografías en movimiento. Se puede filmar una escena así con una cámara de la década de 1920 e incluirla en Metrópolis. La mochila pesa cada vez más. Otra vez no quiero subir al vagón. Los ciegos venden discos con más de cien éxitos de la época dorada del rock and roll, e inundan el espacio con sonido, más de 115 decibeles. Sospecho de la mayoría. Veloces sombras se escurren silenciosas.
Despierto en pantitlán. Nuevamente he tenido el sueño en el que soy invisible, y nuevamente el sentido mágico de despertar cerca del destino me alerta. Unos momentos más tarde, estaré en la sala A del aeropuerto internacional Benito Juárez. Espero que las viajeras tengan dinero suficiente para un boleto más, y que no estén reservados todos los asientos.