I
La aguda marca de tres puntos rojos en las
faldas del pulgar cerró el último trámite del día, pero los finos sorbos de
café no permitían que aquel fuego sordo terminara de consumir la vigilia, ya
negra de tantos sellos en el margen de la cara con los saludos y las despedidas
de las secretarias. El último vo. bo. era el de Parcha, tan definitivo como
cualquier otro pacto firmado con sangre en una negociación de manos, garras y
colmillos. La gata, con los colores desordenados, se perdía igual en la sombra
o en la luz amarilla del farol público, invitada generosa en la sala del
departamento, donde sólo dos robots seguían en operación plena: el refrigerador
y una grabadora viejísima con espectros magnéticos de la Radio Educación de los
ochenta. Esta penumbra se había instalado con tornillos y cementos adhesivos como
un acabado adicional, y es que el gusto de alumbrar la noche sólo con los escombros
sobre los que se había construido esta nueva identidad más limpia, más
organizada y más tranquila tenía que repetirse obsesivamente siempre antes de
cualquier sueño como un ritual preparativo contra las pesadillas germinadas en
las memorias del otro, perdido para siempre en la plancha del quirófano.
Golpes en secuencias rítmicas de silencio y
tres añadieron la puerta a la conversación entre las dos máquinas nocturnas,
pero no arruinaron el equilibrio de la decoración preventiva, que no dejó de
alimentar el movimiento aparente del pelaje bicolor de Parcha en todo el
espacio con suaves latidos expansivos.
El inquilino encontró a una vecina tras la
puerta, con un vestido rojo luminoso y una amabilidad chocante como agua de la
que no puede uno protegerse sólo con las manos.
—Mi sobrino cumplió años hoy, don Erick, y
yo sé que a usted no le gustan esas cosas, pero igual quise traerle un pedacito
de pastel.
Sin palabras, Irina entendió que el
inquilino la invitaba, y no se extrañó, porque supuso que con la boca llena no
se puede saludar. Muy oportuno sintió su regalo para la cena. Parcha siguió los
pasos de ambos hasta el juego sofás, y rodeó las pantorrillas de la vecina como
si fuera a envolverla hasta que la decoración también la devorara. La mujer
recibió pronto una taza, y sintió en su frontera el vapor caliente que no pudo
ver en la penumbra como una cascada ascendente que le mojaba las raíces del
cabello. Con la prisa de un imprudente sorbo sintió la amargura alcohólica de
la bebida, pero la respuesta contra la agresión de no haber preguntado la
contuvieron las únicas palabras que el inquilino pronunció en toda la noche:
—Discúlpame, es que ya lo tenía preparado y
no te esperaba.
El conocimiento de la conciencia de su
anfitrión la integró en la atmósfera pacífica del espacio, y sin que la
incomodidad la interrumpiera, dejó que las máquinas siguieran conversando, y se
entregó a los movimientos naturales de aquella sombra en el otro sillón,
imitándolos, con el cuidado de no equivocarse en los intervalos entre pastel y
café con piquete. Pensó en lo poco usual de no inquietarse por pertenecer de
pronto a otro planeta donde los focos eran tabú y los pronunciamientos no
hacían falta para evitar la inspección minuciosa del interlocutor. Cuando miró
a la gata, y entendió que la deuda de aquella quietud debía pagársele a la
oscuridad, descubrió una lengua que había dominado toda la vida sin saberlo,
pero tampoco esto perturbó su espíritu liviano, porque era como un viento sin
fuerza que sólo tenía la propiedad de traer consigo el fresco.
Irina pensó que la ventana de su
departamento era más pequeña que ésta, y reparó en lo mucho que le estorbaban
las cortinas. La envidia por no haberlo sabido antes la sintió después, pero
ahora ni siquiera pudo notar cuando el vestido que tenía puesto dejó de ser
rojo y se perdió entre los bailes negros y amarillos de la sala. Se concentró
en su corazón abrasado y entendió la atracción que sentía por su vecino, cuyo
contorno sombrío era todavía el de un joven. Turbada y fuera de la atmósfera
previa, se levantó rápido para apartarse el deseo de que aquél se acercara y le
invadiera el vestido por dentro para aprisionar la ropa interior contra la piel,
pero fue al baño y no a la salida, donde salió por fin del trance tras
presionar un interruptor. Quiso mirarse al espejo sobre el lavabo, para ver si
algo en el rostro la delataba, pero en el lugar de esa herramienta para ajustar
la vanidad halló un recorte con la fotografía de una bella mujer en blanco y
negro. Por el pie supo que su nombre era Inés Arredondo. En esta lluvia de
nuevas extrañezas, el temor le pareció placentero, y quiso quedarse y que sus
presentimientos la carcomieran hasta la madrugada, pero, siempre sensata, se
despidió secamente y salió, discutiéndose a sí misma la idea de haber escapado
a tiempo de la cripta de un vampiro.