martes, enero 28

Las fechas no coinciden. Sin oficina no hay semana inglesa, y los domingos se van al cuerno. El único rastro de los días nombrados está en la televisión, pero casi no la atiendo cuando está encendida. Tantos y tantos nuevos canales y tanta y tanta información, y tan poco qué decir, o tan poco que interese. Pero no extraño la ilusión de encajarle características fijas a los sábados por ejemplo. Yo los veía frescos, y estaba convencido de que estaban hechos para salir de paseo con un padre o con un hijo, lejos, en autobús. Ahora no importa, podría ocurrir cualquier día. ¿Será cierto que tenemos un reloj biológico, que hay una hora del día específicamente diseñada para coger y otra para comer? A mí se me hace que son cosas de la industria, nada más. Cosas de la angustia también: el sentido de la vida marcado por ritmos. La angustia humana al servicio de la industria. Y no es que la industria tenga algo de malo. Sin los calendarios cuesta tanto moralizar... Yo quería que se fuera todo al diablo, pero ¡quién soy yo! No soy un rebelde. Nunca he tenido coraje. La ira me hace perder la cabeza, eso sí, pero nunca ha pasado que yo con frialdad y prudencia decida cambiar la situación. No me rebelo contra los calendarios: ellos solitos pierden sentido. Las cosas abandonan su valor sin que yo les ponga un revólver en la cabeza. ¿Les puedo dar nuevos valores? Sí, conozco el secreto de la invención y del autoengaño, pero con el tiempo pierdo el miedo por la angustia del sinsentido. No estoy tan viejo, pero me estoy haciendo viejo.