Algunos hombres sueñan con las estrellas. Compran telescopios y vehículos lunares de juguete. Leen novelas de ciencia ficción. Se masturban pensando en miss universo o en una bella marciana llena de tentáculos y de terminaciones nerviosas. Lo que sé de las fantasías cósmicas de las mujeres no me permite suponer algo concreto, pero estoy casi seguro de que las pocas interesadas en el asunto hacen casi lo mismo.
En las azoteas, en la calle, en cualquier lugar en medio de la noche, si no está nublado, pierdo el sentido de la orientación. La bóveda celeste no existe, lo que estoy mirando no es brillantina regada ni un montón de gotitas de leche salpicadas. De pronto, colgado y boca abajo, descubro un abismo con brillantes agujas en el fondo. Largas. Puntiagudas. Muy duras. La gravedad, que hoy es un asunto resuelto para la mayoría, es todavía un misterio para mí. Más vértigo me provocan las posibles causas de sus causas que las alturas, más inquietudes, más ganas de correr al escondite más cercano, como una rata o como un gato. Pierdo la confianza en las leyes de Newton, en la de la gravitación universal, en las certidumbres de la física, en el concreto, en la tierra, en el suelo. Pierdo la confianza en dios y en el ateísmo. Y como el azar no tiene nada contra mí, como sólo hace lo que le conviene, como es ciego o finge idiotez, disparo confiando en él. He concluido con los años que algo tiene el azar contra dios.
En la cocina, nadie se corta las uñas. NADIE. Quizá una gotera. Tengo el firefox y el google earth abiertos. Soy el peor turista del mundo. Quién carajos quiere conquistar el espacio cuando hay lugares en la tierra con nombres como Tutuila, Nenetsia o Taymyrskiy. Quién quiere ver los océanos de Europa cuando hay mares olvidados como el de Kara. Quién presume de haber viajado, de conocer todas las calles de París o de Nueva York. Todos al carajo. Todos, hasta Marco Polo. La única conquista posible, la única útil es virtual. Dejo la foto de un lugar recóndito, inaudito, incógnito, imposible.