Seis de la mañana. Huevo con pan. Mira la punta de sus tenis y encuenta boronitas pegadas en la tela gris. De pronto, la luz del sol inunda la casa y Jaime debe salir, debe salir, el cuarto está lleno y apretado y asfixiante.
Afuera, el trabajo del conductor estorba la puntualidad de todos los empleados. Los semáforos duran dos tiempos a los ojos de quienes aguardan pasaje. Los muertos aguardan su resurección impacientes, contemplan el paisaje, se rascan las uñas con las uñas de otros muertos.
Algunos golpetean el suelo a pataditas intermitentes como para que el ritmo de su reloj acelerado mueva la camionetilla cuadrada, pero Jaime mira la ventana, y su atención es sólo para la mínima mancha de grasa que descansa sobre el vidrio.
El vehículo de transporte colectivo hace su última parada y el tiempo reaparece. Jaime corre, corre, tropieza con una chica, dos, un hombre que lleva junto al cuello un bulto, y, a punto de los torniquetes del metro, tumba con su carrera a una viejita que la mera verdad no hacía más que estorbar en el paso. La anciana cae y los que estaban tras ella por fin suben la velocidad de su marcha. Jaime, apenado, se queda y la ayuda. Una señora adivina y piensa en lo absurdo que resulta que la gente de sus días se arrepienta de los favores que hace al prójimo.
Más tarde, cerca de la estación, Jaime nota que ahora es demasiado tarde. Recupera entonces el tiempo. Mientras tanto, en la central camionera, un autobús cierra sus puertas y el reloj se detiene para un grupo de pasajeros.