viernes, abril 20

El famoso cuento de Harry


Necedad


¿Qué mala mente, pobrecillo Rávido,
te empuja de cabeza hacia mis yambos?
¿Qué deidad no por ti bien invocada
te prepara a excitar riña insensata?
¿Porque a bocas del vulgo acaso vengas?
¿Qué quieres? ¿Ser notorio como sea
escoges? Lo serás, pues has querido
con larga pena amar a mis amores.
Catulo

A Henry Chinaski


Salió de la masa rítmica de cuerpos y se acercó: una figura más bien grande y de aspecto maligno. El sombrero al estilo norteño que usaba lucía ridículo (tal vez porque estaba forrado con terciopelo azul rey, como las botas que llevaba). Tenía las patillas largas, pero estaban bien cuidadas.
-¿Tú eres El Cuco? -preguntó.
-¿Tú eres Harry?
Yo sabía que no era Harry. No conocía a ningún Harry ni sabía que alguno anduviese cerca, pero me pareció buena idea bautizar como Harry a Kevin. La música sonaba cada vez más fuerte.
-Ya párale, hijo, ya no estés chingando a mi novia -dijo, y esta vez su rostro se oscureció junto con las luces de la fiesta.
-No, Harry, no te conozco y no sé quién es tu novia.
La novia de Harry era Patricia Domínguez. Yo lo sabía. Lo sabía perfectamente. Ocho meses atrás, Patricia había terminado conmigo, y ahora yo la asediaba sin piedad. No podía evitarlo. Era un hombre común.
-Mira, imbécil, déjala en paz ya -balbuceó amenazante Harry. Harry sonaba como una colosal bestia enfurecida. Creí ver que le salían pelos en la cara y creí escuchar que su voz se hacía cada vez menos humana.
-¿Qué? -pregunté. El sonido de la música estaba más fuerte que nunca.
-Que la próxima vez que yo sepa que la miraste siquiera, te parto el hocico -dijo.
Observé detenidamente la sonrisita estúpida dibujada en los rostros de las personas que habían estado bebiendo conmigo. Supuse que iban a reírse y, para mi sorpresa, no lo hicieron. Tampoco abrieron la boca, y no es que yo deseara que lo hicieran, pero esperé un poco antes de abrir la mía. Esa falsa prudencia yo la conocía muy bien: era el ánimo de quien está esperando el final de un chiste. Satisfecho, y tal vez agradecido, ya con la seguridad del general que conoce su ejército, hablé:
-Mira, Harry, en este momento interrumpes una real y única asamblea de La Jardinera. Puedes esperar un poco y escucharnos: te prometo que, por poco que entiendas, vas a divertirte en grande. O puedes irte y volver en cuanto terminemos; luego, con toda seguridad, podré atenderte. [aparte] ¿Cometí algún pecado, Dios? ¿Es porque no voy a misa o es porque soy ateo? Tus penitencias, Señor, se manifiestan en formas muy misteriosas... [a Harry] Harry, dime, ¿qué tan especial eres como para que yo deba escucharte?
El sonido de la música era increíblemente fuerte, pero Harry escuchó bien lo que le había dicho. Lo supe por la forma que su cara eligió (bien dice Sartre que la existencia precede a la esencia).
-Deja en paz a Patricia, o voy a romperte tu pinche madre.
Esta vez, Harry sonó más convencido, pero en su rostro apareció un gesto de confusión.
-Búscate un enemigo a tu altura, Harry, no me molestes -dije.
-¿Crees que eres mejor que yo?
-No, Harry, soy mejor que tú.
-¿Crees que eres mejor que todos, verdad, imbécil? Voy bajarte la vanidad a los huevos, pendejo.
-No, Harry, creo que me has malinterpretado. No soy mejor que todos, sólo soy mejor que tú. La verdad, me siento halagado. Hacía ya mucho tiempo que había perdido las esperanzas, y entonces llegaste glorioso a rescatarme. Estaba convencido de que era el más inmundo ser humano que existía sobre la faz de la Tierra, me sentía devastado, pero ahora que sé que el más inmundo eres tú, todo será diferente. Te estoy eternamente agradecido. Un día de éstos, te levanto un monumento.
Harry gruñó y apretó los puños. Esta vez, estaba en verdad dominado por la ira. Las venas cercanas a sus sienes comenzaron a latir cada vez más rápido. Pensé que era el fin cuando vi el tamaño de sus puños. No, pensé que era el principio. De pronto, la ira se fue, y el rostro de Harry regresó a su color original.
-Bueno, Raúl, yo estoy con Paty, y tú no -dijo casi triunfal.
-Bueno, Harry, no tengo la culpa de que a Paty le guste la basura. A mí me gusta beber, a Patricia le gusta la basura... todos tenemos defectos.
Harry no pareció alterado, con un leve gesto de desprecio dijo:
-Me llamo Kevin, puto, y quiero que dejes en paz a Patricia.
¿Kevin? ¿En qué país vivíamos? Yo estaba allí, llamando Harry a Kevin y bebiendo cervezas Budweiser. ¿De qué se trataba? La globalización había modificado hasta nuestros apodos. ¿Todos de acuerdo en que debería llamar Pepito a un tal “Pedro Malo”? (Durante un duelo verbal versado y cantado; ritmo: huapango.) ¿Todos de acuerdo en que debería beber cervezas Corona? Pero lo Bukowski se me estaba saliendo de control.
-Muy bien, HARRY, no te enojes. A mí no me importa si te llamas Kevin o Pedro Malo, yo quiero llamarte HARRY sencillamente porque tienes cara de HARRY. Si salieras en la tele y, por alguna equivocación, nadie dijera tu nombre, todos sabrían inmediatamente que eres HARRY. No es para tanto. Además, se oye menos gay que Kevin. Kevin es nombre como de french puddle.
-Ya estuvo, cabrón... -dijo. No sé cómo fue que se detuvo repentinamente cuando me llevé la cerveza a la boca. Simplemente se quedó sin palabras. Después, tuve la impresión de ser testigo de un reset humano-. Levántate y deja esa pinche botella, pendejo.
-No, Harry, no acabaría contigo ni aunque fueses John Travolta en Grease. No me importa. No creo que valga la pena romperte la cara.
No tuve tiempo de reaccionar. Cuando me di cuenta de lo que había sucedido, la cerveza yacía en el suelo agonizante y yo reía del dolor que sentía en la cara. Mis compañeros rieron también. Kevin había descargado su mejor golpe sobre mí.
-Mira, Harry, la verdad no me importa que te pongas entre Patricia y yo porque Patricia no quiere saber nada de mí; pero la cerveza y yo queremos estar juntos, y no puedo permitir que intervengas en esta unión legítima que tiene como testigo al universo. Afuera, porque no quiero hacer desmadres.
El frío me despertó a las siete de la mañana. Estaba tirado en la banqueta. Tenía sangre seca en el rostro y en la camisa. Me revisé la boca: no me faltaban dientes. Cuando por fin pude levantarme, fui a casa, me bañé, me vestí, y caminé hasta el mercado para comprarle flores a Patricia.