martes, julio 29

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La casa de Silvia amaneció aquel día llena de miles de manchas grises. Flotaban cerca de una ventana, sobre el cenicero metálico de las patitas curveadas. Se resbalaban en el papel tapiz como gotitas viscosas de alguna sustancia de aspecto venenoso. Corrían entre las bolsas de basura con trozos de comida en la boca. Ensuciaban el mantel blanco de la mesa, junto a los numerosos agujeros que se concentraban al rededor de un vaso medio lleno. No había, en fin, espacio ni para el movimiento. A un lado del espejo, el cuerpo encorvado de Silvia había dejado de escurrirse por la silla; le faltaban los acostumbrados ronquidos y la respiración no se le notaba, pero la mujer seguía viva, y encima, soñaba.
Dos horas más tarde le sería imposible recordar el asesinato de su marido. Olvidaba los sueños con facilidad, y pocas veces alguien se los había escuchado en una conversación. Por otro lado, tampoco podría traer a la memoria la última media hora de consciencia que había tenido antes de la última siesta. Su conversación con el espejo la había llevado a la conclusión de que no era la edad lo que la llenaba de miedo, sino las arrugas. Con belleza, podían confesarse mil años de edad sin pena, pero sin ella, los confines del mundo estaban a la vista.
Los charcos de whiskey barato habían dejado de expandirse en el suelo, y un nuevo ciclo, idéntico a los otros, era ya inevitable. No podía verse el fondo de las cañadas desde ese sitio.